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MOTO X-MASS

La casa olía a canela y a recuerdos. Afuera, el frío acariciaba los cristales, dibujando pequeños caminos de vaho que se desvanecían cuando la niña se acercaba con su aliento tibio. Dentro, las luces del árbol parpadeaban con ese brillo que solo tiene la ilusión cuando todavía se cree en la magia.

Era su Navidad favorita. No por los regalos, ni por las luces del pueblo, sino por ese instante en que todos estaban juntos, riendo sin prisa. Su madre ponía villancicos, su padre encendía la chimenea, y ella se quedaba quieta, observando cómo las llamas bailaban al compás de las risas.


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Esa Navidad tenía algo especial. En la puerta del patio esperaba el coche de Papá Noel, cargado de regalos hasta el techo. Las cajas envueltas en papeles de colores sobresalían por las ventanas, y una guirnalda roja abrazaba el capó con ternura. Decían que aquel coche era mágico, que venía directo del Polo Norte… aunque con matrícula de Granada.

La niña lo miraba con los ojos muy abiertos, convencida de que Papá Noel había decidido cambiar su trineo por aquel pequeño cochecito que olía a gasolina y a historias viejas. A veces juraba haberlo visto moverse solo, despacito, como si se preparara para el siguiente reparto de regalos.



Cada tarde, salía a mirarlo, envuelta en su abrigo rojo. Le hablaba bajito, como si el coche pudiera escucharla. Le contaba qué quería pedir ese año: no muñecas ni juguetes caros, sino que todos estuvieran juntos otra Navidad más. Su madre sonreía desde la ventana al verla tan ilusionada, y su padre salía con una manta para cubrir el coche, “por si Papá Noel tiene que madrugar”.

La noche del 24, antes de acostarse, la niña dejó junto al árbol una galleta, un vaso de leche… y una nota diminuta en el buzón mágico. En ella, escribió con letras torcidas:

“Gracias por venir, aunque no tengas renos. Tu coche es más bonito.”

Años después, cuando la niña ya era mayor, aquel Seat 600 seguía siendo parte de las Navidades. Ya no llevaba regalos en el techo, pero sí recuerdos: las risas de su familia, los inviernos felices, las canciones que sonaban en la radio del coche mientras volvían del pueblo con las manos frías y el corazón caliente.

Y cada diciembre, cuando colocaba las luces del árbol y sentía ese mismo olor a canela, miraba el cochecito blanco aparcado en el patio y sonreía. Porque sabía que la verdadera magia nunca se va. Solo cambia de forma.



 
 
 

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